lunes, 14 de diciembre de 2009

LA LEYENDA DEL CALLEJON DEL MUERTO!!!!

La leyenda folklórica, definida en pocas palabras, es: una narración localizada, individualizada y objeto de fe.

La leyenda es entonces una historia que es creída y que es contada, acerca de un hecho relacionado con alguna persona, real o fabulosa.

La leyenda, según Jesús Ernesto Nieto Ocampo, es una historia verdadera, aunque trate de acontecimientos sobrenaturales, es creída por sus narradores y apreciada como perteneciente al mundo real del narrador y su audiencia.

Una de las leyendas más populares de Toluca, que prevaleció en la transmisión oral, hasta un poco después de la primera mitad del siglo XX, y que inclusive repercutió en la nomenclatura de la ciudad, es la del Callejón del Muerto, una estrecha callejuela paralela al antiguo Callejón del Carmen, que hoy ubicaríamos, más o menos sobre el eje de la pequeña calle del Licenciado Verdad, que corre paralela al costado oriente del actual Palacio de Gobierno.

Dos cronistas toluqueños, no por nacimiento, sino por arraigo, se ocuparon de llevar a una forma literaria, este suceso que perdura en la memoria colectiva, ellos fueron: Gustavo G. Velázquez y Leopoldo Zincúnegui Tercero, quienes en su momento escribieron sendas versiones de este suceso.

Aunque la intención de este artículo no es entrar en el análisis folklórico de la leyenda en particular, sino a traer a la memoria uno de los relatos más tradicionales de la ciudad, si es importante hacer algunas reflexiones, para una mejor interpretación de la misma.

Las dos versiones de los autores citados, son muy diferentes una de otra; sin embargo, cumplen con los requisitos de la documentación de la ciencia folklórica, por un lado existe la forma básica: se trata de una pareja, que habita en una extraña y misteriosa casa, del mismo estrecho callejón – que más tarde se llamaría Del Muerto-; en ambos casos la mujer es joven y encantadora, en tanto que él, es un español viejo, violento, altanero, cruel, huraño, antipático, feroz, en resumen, un tipo intratable.

Por cuanto a los variantes que exige la teoría del Folklore, están presentes también, aunque no las mencionamos, para no adelantar al lector los desenlaces.

Indiscutiblemente que en esta leyenda existe un remoto ingrediente histórico: la confrontación de los insurgentes con los realistas durante la guerra de Independencia, época de la que probablemente date de este relato popular.

Paulo de Carvalho-Neto, uno de los estudiosos del Folklore que más elementos ha aportado a esta disciplina, en su libro El Folklore de las luchas sociales, hace algunos señalamientos que nos permiten identificar en la leyenda del Callejón del Muerto, ciertas características de la lucha social, considerando entre éstas, una lucha de género entre el hombre y la mujer, una lucha racial entre el español y la mexicana, una lucha política entre insurgentes y realistas. Las categorías empleadas para el análisis y clasificación del folklore de estas luchas son generalmente las de: ataque-defensa, opresión-resistencia, injusticia-justicia, etcétera.

En las dos interpretaciones de la leyenda toluqueña que hoy presentamos, está presente el mal trato que sufre, en este caso, una dominada (la mexicana) a manos del dominador (el español). Inclusive en la versión de Zincúnegui, ella no alcanza ni apellido, mientras que él, además de si tenerlo, lleva el tratamiento de “don”.

En la versión del maestro Velázquez, no sólo resalta el tácito triunfo de los insurgentes sobre realistas en aquella guerra independentista, sino que destaca una especie de “dulce venganza”, como se verá más adelante.

Habiendo sido ya amplio este preámbulo, vayamos a la síntesis de la leyenda, visto por nuestros dos queridos cronistas:

Zincúnegui, dice haber escuchado la leyenda cuando tenía alrededor de doce años, si tomamos en cuenta que nació en 1895, podemos entonces inferir que le fue transmitida por allá de 1907, aproximadamente.

El acontecimiento narrado ocurre en una casa de un callejón cercano a la calle del Cura Merlín; muy cerca del templo del Carmen. En esa casa vivía una pareja, él se llamaba don Carlos López y Mendoza y ella Carmen. Realmente muy poco se sabía de ellos, salvo algunas indiscreciones de una sirvienta, quien aseguraba que algo grave ocurría entre los dos, pues nunca se hablaban a la hora de las comidas y ella se la pasaba la mayor parte del tiempo encerrada en su recámara, llorado incansablemente y besando el retrato de un niño pequeño que se le parecía mucho.

Una noche, aquella sirvienta vio al “siñor” salir del cuarto de la señora, ésta en medio de un mar de lagrimas, sollozante demandaba con voz conmovedora: ¡Carlos, mi hijo!… ¡Devuélveme mi hijo! Y eso era todo.

Así las cosas, una noche a eso de las doce, un disparo –que en el silencio del callejón debió haberse escuchado formidable- interrumpió el sueño de los vecinos, quienes temblorosos y a medio vestir, salieron a enterarse del motivo de aquella inesperada detonación.
Poco después llegaba la policía a recoger de la mitad de la calle, el cadáver de un hombre, al parecer joven no mal parecido, con una bala incrustada en la sien derecha.

Como en el interior de la casa misteriosa partían sollozos estridentes y gritos estentóreos, el jefe de policía al penetrar en el interior, había encontrado a la infeliz sirvienta presa del terror. La recámara de doña Carmen era un cuadro horrible y macabro, pues ésta, yacía en un mar de sangre, con la cara desfigurada, el cráneo hundido y roto y los miembros increíblemente mutilados, prueba inequívoca de la saña que debió haberse apoderado de su asesino.

¿Quién era el autor de aquella feroz hazaña, en la que habían perdido la vida dos seres humanos?

La acusación de los vecinos del barrio, era obviamente: ¡Don Carlos! ¡Don Carlos!

Pero don Carlos había desaparecido, como todos los cobardes, había huido dejando las huellas sangrientas de su paso a través de las habitaciones, hasta el corral, cuyas tapias pudo escalar fácilmente.

Tratar de encontrarlo fue tarea inútil, se esfumó para siempre: Sin embargo, una carta escrita el mismo día de los acontecimientos y hallada entre los papeles del individuo que sucumbiera a manos de don Carlos, aclaraba el asunto.

La carta de doña Carmen decía:
“Señor Fernando de Santillana.
Presente.

Querido hermano:

Es absolutamente preciso que yo te hable esta noche.
Mi marido tiene sospechas de mi conducta y de mi fidelidad. ¡Esto es horrible!
Como no le he podido revelar el secreto de nuestro nacimiento, está en la creencia de que eres mi amante y de que yo lo estoy traicionando.

¿Qué hacer? ¿Habrá necesidad de deshonrar a nuestra querida muerta para salvar mi honor?… ¡Pobre madre mía!

La desesperación me mata. No se que hacer. ¡He llorado tanto! Mas lo que colma la copa de mis sufrimientos, es el hecho dolorosìsimo de que, en su desconfianza, ha llegado a dudar el insensato, de que su hijo lo sea de verdad y lo ha separado de mi lado, para darle, acaso, la muerte.

Ven por Dios, esta noche, pues necesito tus consejos. Todo lo temo de este hombre, a quien odio por su brutalidad y sus excesos.

Tu pobre hermana, Carmen”.


Zincúnegui concluye su relato, de la siguiente manera:

“Y es fama en Toluca que desde entonces, al sonar las doce campanadas de la media noche, en el doliente y melancólico reloj del convento del Carmen, un fantasma impreciso, una vaga silueta, mezcla de luz y de sombra, atravesaba el entonces cementerio, salía a la calle del Cura Merlín y, torciendo por el callejón del Muerto, desaparecía al pisar los umbrales del viejo y chaparro caserón bautizado por el vulgo con el título de “Casa de las Animas”…”

La leyenda que recrea el maestro Gustavo G. Velázquez es diferente a la de Zincúnegui, lo cual no debe extrañarnos, pues como todo hecho folk, es muy común que siendo patrimonio popular, los transmisores se sientan con la autoridad suficiente para agregar, suprimir o cambiar algunos rasgos. Así que son fácilmente identificables las variantes que el tiempo y los portadores le fueron dando, así como la constante que se conserva y fundamentalmente es que se trata también de una pareja que había contraído matrimonio: Ana de Bobadilla, criatura graciosa de 15 años de edad y don Antonio de Manjarrez, viejo, rico y cruel asturiano.
Los hechos suceden así:
En 1811 los insurgentes pretendieron tomar la ciudad de Toluca, entre los realistas estaba Manjarrez. Un arcabuzaso lo dejó impotente, lo que le agrió el carácter, descargando su cólera contra la joven Ana, a quien torturaba y atormentaba. La ensillaba cual bestia, la sangraba, la ataba al balcón y la azotaba. Ella lloraba y se quejaba, por lo que se corría el rumor que en esa calle espantaban.

Una noche dejaron de oírse los lamentos y no se volvió a ver a ninguno de los dos. La casa cerrada motivó que se pensara en algo terrible.

A los pocos días, un olor penetrante y nauseabundo hizo pensar en un crimen, hasta que la autoridad seguida de un cura y muchos curiosos, abrieron la casa encontrándose efectivamente un puñal ensangrentado y después un cadáver… ¡El de Antonio de Manjarrez!

Días después, se vio en Sultepec a Ana de Bobadilla, del brazo de un soldado insurgente…

Estas son dos “sabrosas” narraciones de un mismo sucedido.

Agradecimientos a : Lic. Gerardo Novo Valencia

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